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miércoles, 6 de octubre de 2010

(NOTA ESPECIAL) PLURALISMO O INTRANSIGENCIA

JUAN JOSÉ TAMAYO

La Iglesia católica es una de las organizaciones internacionales que más veces se ha pronunciado públicamente sobre la homosexualidad, y siempre con tonos negativos y condenatorios. Otros organismos como la Organización Mundial de la Salud, el Consejo de Europa, el Parlamento Europeo, etc., se han mostrado más comprensivos, tolerantes y abiertos.

El primer dato a tener en cuenta en esta materia es el amplio pluralismo que existe entre los colectivos cristianos (aquí me circunscribiré a los católicos). Por una parte están las posiciones de la jerarquía en bloque, sin fisuras, al menos externas, y de algunas organizaciones católicas, que consideran éticamente desordenada la mera inclinación de la persona homosexual; califican la práctica homosexual de inmoral y abominable; acusan a los gays y lesbianas de personas depravadas, virus para la sociedad y moralmente malos; comparan a los matrimonios homosexuales con la acuñación de moneda falsa y acusan a la ley que los aprueba de corrupción y falsificación legal de la institución matrimonial, retroceso en el camino de la civilización y lesión grave de los derechos fundamentales del matrimonio y de la familia.

Por otra están numerosos grupos de teólogos, teólogas, movimientos de base y colectivos cristianos de lesbianas y gay, que disienten abiertamente de la jerarquía. Defienden la homosexualidad como una forma legítima de ejercer la sexualidad y reclaman el derecho de las parejas homosexuales a contraer matrimonio tanto civil como religioso en igualdad de condiciones que las personas heterosexuales y a la adopción.

Los puntos de acuerdo entre unos y otros colectivos son mínimos y la fractura no puede ser mayor.

Intentando objetivar el tema, creo que el problema de fondo radica en una serie de distorsiones que paso a explicitar. La primera es la tendencia a considerar como ley natural y divina lo que en realidad son normas eclesiásticas. Es la estrategia de los obispos para imponer a toda la ciudadanía una concepción del matrimonio y la sexualidad que pertenece a la doctrina moral de la Iglesia católica de una determinada época histórica hoy en revisión. La jerarquía pretende poner límites a los legisladores en el ejercicio de su función, acusándolos de ir contra la ley natural, de negar de manera flagrante datos antropológicos fundamentales y de llevar a cabo una auténtica subversión de los principios morales. Lo que subyace a este planteamiento es la resistencia a reconocer el Estado no confesional y a aceptar el pluralismo ideológico, religioso y moral de la sociedad española.

La segunda distorsión, consecuencia de lo anterior, es la no aceptación de una ética laica, válida para todos los ciudadanos y ciudadanas, más allá de sus creencias e ideologías. El proceso de secularización ha establecido una justificada separación entre la esfera religiosa y la cívica, que los obispos harían bien en respetar y, a partir de ahí, colaborar en la búsqueda consensuada de unos mínimos de ética laica compartidos por todos los ciudadanos y ciudadanas, dentro del respeto a las normas morales de las distintas tradiciones religiosas.

La tercera consiste en una lectura fundamentalista de los textos bíblicos relativos a la homosexualidad.

Voy a poner un par de ejemplos. El primero es el de Sodoma y Gomorra (Gn 19,1-11). Según la interpretación tradicional, el pecado de los habitantes de esas dos ciudades fue mantener relaciones homosexuales. Sin embargo, según la interpretación que hoy parece más correcta, lo que se condena no es la homosexualidad en sí, sino la dureza de corazón de los sodomitas, la violación de hombre con hombre, que implica una humillación, la ofensa a los extranjeros a quienes Lot había acogido en su casa ejerciendo la virtud de la hospitalidad. El pecado de estas dos ciudades se concreta en un sistema de injusticia y opresión.

En definitiva es la falta de hospitalidad para con los extranjeros lo que se condena.

El segundo ejemplo son las prescripciones del Levítico. En un texto de este libro (18,22) se califica la homosexualidad masculina como abominable. En otro (20,13) se dice que si un varón se acuesta con otro varón, ambos cometen una abominación y deben morir. Los dos textos deben ser leídos en su contexto. En la legislación hebrea se ordena pena de muerte para quienes maldicen a sus padres, para los adúlteros, los incestuosos y para quienes transgreden el precepto del descanso sabático. Por el contrario, se permite vender a la hija como esclava, poseer esclavos, tanto varones como hembras, siempre que se adquieran en naciones vecinas. Se prohíbe acceder al altar a toda persona con algún defecto corporal. ¿Hay que interpretar estos textos en su sentido literal? Decididamente, no. Lo que estas prohibiciones quieren poner de relieve es el carácter peculiar del pueblo hebreo como pueblo de Dios, que se distingue del resto de los pueblos. El problema no se plantea en el terreno moral, sino en el de la identidad étnica y el de la pureza.

Yo creo que el conflicto entre cristianismo y homosexualidad carece de base tanto antropológica como teológica. Coincido con el teólogo holandés Edward Schillebeeckx en que no existe una ética cristiana respecto a la homosexualidad. Se trata de una realidad humana que debe asumirse como tal sin apelar a valoraciones morales excluyentes. A mi juicio, no existen criterios específicamente cristianos para juzgarla.

La incompatibilidad en el cristianismo no se da entre ser cristiano y ser homosexual, sino entre ser cristiano y ser insolidario, entre ser cristiano y ser homófobo, o, como dice el Evangelio, entre servir a Dios y al dinero.

La actual teología cristiana del matrimonio se elaboró en una cultura y una religión homófonas y patriarcales, que imponían la sumisión de la mujer el varón y la exclusión de los homosexuales de la experiencia del amor. Hoy se necesita reformular dicha teología, para que sea inclusiva de las distintas tendencias sexuales que deben vivirse desde la libertad, el respeto a la alteridad y dentro de unas relaciones igualitarias.

EL PAÍS - Opinión - 19-06-2005

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